Valle del Mezquital



El primer trabajo periodístico en mi vida, enfocado desde el principio bajo el concepto de reportaje, fue un viaje al Valle del Mezquital, en abril de 1955 a los veintiun años recién cumplidos.

Viajé como “el fotógrafo de” Ricardo Toraya, reconocido reportero de aquel entonces, y afecto como todos a las “igualas” y regalos. Estuvimos dos noches y tres días en Ixmiquilpan, desde donde nos movieron a varios sitios en que se realizaban obras para paliar la miseria y la sed eterna de los indígenas de la región, casi todos de raza gñañú y otomí.

Ya antes había hecho un viaje de unas cuantas horas con el escritor Antonio Rodríguez (Francisco de Paula Olivera) y el intelectual peruano Joel Marroquín, pero sólo como acompañante y discípulo, sin llevar cámara siquiera.

Toraya y yo fuimos invitados por Lauro Ortega, presidente o director de PIVM (Patronato Indigenista del Valle del Mezquital), creado como una instancia para combatir la sequía y crónica pobreza de esa región. La idea de Toraya, guiado y seguramente gratificado por esa institución, era difundir los triunfos del PIVM y el alivio de la miseria de los otomíes, gracias al partido único en el poder.

Influido por mi anterior conocimiento del tema por Antonio Rodríguez, y por mi propia sensibilidad ante una pobreza que nunca había visto tan de cerca y crudamente, no seguí estrictamente la línea triunfalista del director Ortega, que décadas después sería gobernador del estado de Morelos.
El trabajo se centró en un viaje al poblado de Los Remedios, donde existía aún el internado Fray Bartolomé de las Casas, fundado en la década de los 30’s por el presidente de México, Lázaro Cárdenas (1936-1942), y hoy desaparecido.

Otro tema de interés en este reportaje que puede suponerse pagado como propaganda política, era la lucha por el agua, de la que tomé varias imágenes: la perforación de pozos, la construcción de grandes tanques de depósito, de lavaderos comunales y canales de conducción. La miseria y la privación extrema saltaba de cualquier punto a donde dirigiera la mirada: niños famélicos inimaginables para otros mexicanos; mujeres siempre cargando fardos de un lado a otro; las tomas de agua con multitudes acarreando el líquido quién sabe hasta dónde. Los niños abandonados en plazas y jardines, aún con la placa de inauguración reciente, eran en particular impresionantes para cualquiera con un mínimo de sensibilidad. En algún momento de mi trabajo, Ortega se fijó en mi cámara, que enfocaba el paso de los miserables, y me espetó un discurso patriarcal que tenía algo de advertencia o regaño. Desayunamos o comimos en su casa y apenas me dirigió la palabra, embebido en transmitir cifras apabullantes al crédulo periodista.

En el internado de Los Remedios, los maestros —gente notable— daban otra versión diferente a la que recibía el reportero del funcionario. Los niños llegaban casi ebrios a la escuela y se dormían sobre el pupitre, mareados por el único desayuno posible en los meses de dura sequía o cosechas insuficientes: una jarrita con pulque. Así, el alcoholismo crónico e histórico de los otomíes del Mezquital y los pueblos gñañús arrinconados en ese desierto, se afianzaba como una manera de combatir el hambre con las escasas proteínas del pulque.

Toraya me invitó a tomar las fotos de ese reportaje, por recomendación expresa de Antonio Rodríguez, y a pesar de lo bien que nos llevamos en ese viaje y de su promesa de que me avisaría de la publicación de su artículo con mis fotos, no me volvió a llamar, así que no supe si el reportaje salió en alguna de esas revistas menores, abundantes en aquellos tiempos, que confundían el periodismo con la publicidad, el reportaje con la inserción a tanto la plana.

En mi visón de este primer reportaje perdido, del cual por fortuna conservo casi todos los negativos, me influyó lo poco que había leído de “La nube estéril”, el libro publicado por Rodríguez sobre el drama de aquella gente. Recuerdo que lo único optimista fue la visita al internado de Los Remedios, sin duda todavía con la impronta cardenista viva y actuante a través de maestros de una calidad humana excepcional.

Rodrigo Moya

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